El grupo Buenos Aires Sonora le extrajo anoche una peculiar música el Pabellón del Bicentenario, en una performance tan original como hermética para buena parte del público. El experimento, valioso por lo que tiene de búsqueda, deja sin embargo varios interrogantes sobre su sentido.
Con el objetivo de demostrar que en el espacio público hay una música latente, un grupo de docentes, egresados y alumnos avanzados de la carrera de Composición con medios electroacústicos de la Universidad Nacional de Quilmes crearon en 2003 el grupo Buenos Aires Sonora. Desde entonces, han realizado lo que se conoce como intervenciones sonoras en el Puente de la Mujer de Puerto Madero, en el Centro Metropolitano de Diseño (ubicado en Barracas) y en la Plaza de Mayo (a través de voces paradigmáticas de la historia política argentina), entre otras.
El lugar elegido para la última aventura de Buenos Aires Sonora fue el flamante pabellón del bicentenario, montado por el Gobierno de la Ciudad para conmemorar los 200 años de la Revolución de Mayo. Se trata de una estructura tubular de unos 40 metros de largo por 10 de ancho, y el alto de una vivienda tipo, montada en el Parque 3 de Febrero, junto a la Avenida del Libertador a la altura de su intersección con la calle Oro. De la fisonomía hecha de pisos de madera, columnas metálicas y un techo desmontable llaman la atención unas tiras de tela que marcan, perpendiculares, el perímetro del predio. Al menos la noche de la performance, el único contenido visible del pabellón era una veintena de cubos alusivos a cada una de las décadas que vivió la Argentina como nación independiente (o algo así) desde 1810.
Fue en ese peculiar ámbito que actuó anoche Buenos Aires Sonora, esta vez bajo la consigna Oí(r) el ruido, frase que remite al comienzo del himno nacional y simultáneamente al espíritu experimental de la propuesta. En una gacetilla de prensa difundida antes de la presentación el director del grupo, el compositor, docente e investigador musical Martín Liut anunciaba: “La obra sigue la línea de lo que hicimos en el puente: transformar una estructura arquitectónica de uso público, que no fue pensada para sonar, en un instrumento musical. Con los ‘mics’ que usamos hacemos audibles las vibraciones naturales que tienen estas estructuras. Y a partir de improvisaciones pautadas, aprovechamos todos los timbres de los materiales. En este caso, telas tensadas, pisos de madera, tubos metálicos y pedregullo. Ponemos un estetoscopio que amplifica lo que está en la estructura y, a partir de ahí, intentamos hacer música”.
A la hora de la verdad, la performance se basó en la percusión ejercida por los intérpretes (unos 12 jóvenes) contra las columnas del pabellón. ¿El resultado? No mucho más que unos compases regulares y repetitivos que cada tanto variaban su ritmo o intensidad. Como por debajo, sonó en general una reverberación algo inquietante, producto de la frotación entre superficies abrasivas y algunos ecos del tránsito que fluía por Libertador, a pocos metros. La generación de una masa sonora tan impersonal y críptica se interrumpió apenas un par de veces, para retomar luego el mismo tono monocorde.
Agregando un poco de acción, aunque poco clara, los bailarines de la compañía Espacio Contemporáneo que dirige Diana Theocharidis se movieron dentro del pabellón siguiendo la machacante música en interacción con las telas verticales, las columnas, los cubos y entre ellos mismos. Como suele pasar en las puestas de danza contemporánea, abundaron las reacciones intempestivas de los personajes: en una de ellas, todos corrieron desesperados hacia un ambiente vidriado que hay dentro del pabellón, acaso sintiendo el peligro que representaba una creciente desorganización de los sonidos que emitían los músicos.
Ambas expresiones (música y baile) se vieron acompañadas por una iluminación cambiante que además de los esperables focos cenitales tuvo un matiz impensado en una serie de coloridos destellos emitidos desde el piso del pabellón.
La percepción del show tampoco fue la típica de un recital o concierto. Para empezar, la escena ofrecía cuatro frentes, con muchos parlantes repartidos equitativamente entre ellos. Por otro lado, el espectador podía cambiar de frente durante la performance o variar la distancia desde la que observar (algo de común imposible en un teatro o un estadio). A su vez, la visión de lo que ocurría dentro del pabellón fue siempre fragmentaria, producto de las telas verticales que funcionaban como lábiles barrotes de una peculiar celda, una de esas rarezas que en Palermo Hollywood son calificadas como "de diseño".
Para alivio de los más impacientes, la intervención sonora duró poco más de 20 minutos. El final dejó a buena parte de los 300 espectadores en ascuas, haciéndose preguntas como “¿Ya terminó o recién empieza?” Es que lejos de conmover, transmitir alguna emoción en particular, dejar un mensaje o –mucho menos– contarnos una historia, la puesta de Buenos Aires Sonora nos deja preguntándonos cuán profunda es, si nos habremos perdido alguna parte clave que le da mayor sentido y si estaremos algún día preparados para apreciar performances de esta índole.
Carlos Bevilacqua
En la foto: Vista parcial del Pabellón del bicentenario, la noche de la performance. Tomada por el autor de la nota.
Publicado el 29-1-2010.