El lector de esta nota puede considerarse un privilegiado. El evento que aquí se reseña no es dado a cualquiera. Si bien es uno de los más interesantes que tiene el tango en todo el año, ocurre a un nivel oculto para los porteños e incluso para la gran mayoría de los tangueros. Las llamadas “Noches de los Maestros” son dos funciones de exhibiciones coreográficas en un teatro que forman parte de la programación del Congreso Internacional de Tango Argentino, un encuentro dirigido casi exclusivamente a los extranjeros. No porque sus organizadores ejerzan una extraña xenofobia al revés, sino por los precios prohibitivos para casi todos los criollos: la suscripción al paquete máximo de clases (unas 18) cuesta 475 dólares y 399 si uno lo contrata con tres meses de anticipación. ¿Quiere tomar sólo un seminario? “Son US$ 275 por las 6 clases”, le responderán. Claro que más allá del mayor poder adquisitivo del milonguero foráneo, el negocio del CITA funciona porque cumple con una contraprestación a cargo de docentes de primer nivel, especialistas en variados estilos.
Por lo expuesto, no son muchas las butacas que dejan libres los inscriptos al CITA y los invitados especiales que comparten con ellos la platea. Así, para los organizadores no reviste mayor interés difundir la actividad por los medios de comunicación ni a través del boca en boca que caracteriza al ambiente.
¿Por qué vale la pena?
Con todo, la confluencia de primeras figuras del tango profesional en afán de lucirse para dejar la mejor imagen posible entre sus hipotéticos alumnos, justifica la precaución de agendar estas noches, aunque sea recién para el año que viene. Sobre todo, si se tiene cuenta que, al menos este año, las entradas a cada función oscilaron entre 35 y 50 pesos, cifras relativamente económicas para la calidad del baile que se ofrece.
No por sencilla, la fórmula es menos efectiva: cada una de las parejas docentes del CITA da dos exhibiciones de baile en forma individual, sin otros artistas, ni músicos en vivo ni escenografía alguna. Todo el artificio permitido se reduce a diferentes puestas lumínicas, que tampoco escapan demasiado a lo conocido. Donde sí se advierte un cuidado especial es en el vestuario, al menos en la mayoría de los casos, tal como suele suceder con los bailarines de tango.
Una mitad de las parejas baila en la primera noche y la otra mitad en la segunda. Como en cada función las parejas deben bailar dos veces, aprovechan para desplegar diferentes coreografías para diferentes músicas y muchas veces hasta con diferentes vestuarios. Este año la cita del CITA se desdobló entre anteanoche y anoche en el Teatro ND Ateneo.
Primera noche
La primera grata sorpresa del lunes estuvo dada por Cecilia Capello y Diego Amorín, una de las parejas que más evolucionó en los últimos tiempos. Exquisitamente musicales, se lucieron primero apelando a movimientos tradicionales en un tono pícaro con la milonga El Opio por Francisco Canaro y luego, más sosegados pero igual de encantadores, para un estilo de salón, bien al piso, en la segunda entrada.
La otra gran revelación de aquella noche fue la gracia de Rodrigo Palacios y Agustina Berenstein, capaces de deslumbrar a través de oportunas variantes, muchas veces describiendo hermosas caminatas circulares. En la primera entrada bailaron al influyo de la frenética orquesta de Juan D’Arienzo. Para la segunda, se asociaron con Julio Balmaceda y Corina de la Rosa (una pareja madura, referente insoslayable del tango salón) para interpretar entre los cuatro la milonga Reliquias porteñas en un cuadro de tan buen gusto que hizo delirar a la platea en varias ocasiones. En algunos tramos de la música las dos parejas cumplían con los mismos movimientos al unísono; en otros, tomaban diferentes caminos. Ese diálogo entre libertad y comunión resultó fabuloso.
Potenciando virtudes conocidas, el argentino Damián Rosenthal y la francesa Celine Ruiz optaron por desdramatizar este asunto del tango al dejarse llevar por los impulsos más lúdicos del baile. En la primera tanda se movieron histriónicos, pero frescos, al ritmo de una milonga de Pedro Láurenz con la particularidad de que cortaron la música por la mitad (ellos mismos, adrede, al editar el tema) y, cuando todo parecía indicar que habían terminado de bailar, volvieron al ruedo como con más sabor. Así, la actuación de Rosenthal y Ruiz pareció más larga, se hizo desear durante la pausa y evitó la fatiga emocional que suelen producir tres o cuatro minutos continuos de efectos.
Antes de que se descorriera el telón, el programa de mano ya vaticinaba que Mariano “Chicho” Frúmboli sería la gran estrella de la función por el sólo hecho de figurar entre los artistas programados. Y así fue nomás, al menos según el “aplausómetro” del público. Acompañado por la marplatense Juana Sepúlveda (una notable bailarina), “Chicho” fue el único que improvisó sobre la marcha lo que la música le sugería, sin un plan coreográfico previo que guiara sus pasos. Como de costumbre, no defraudó, dando muestras de su personal estilo, lleno de energía, plasticidad y sorpresa. Primero, para La Mariposa en versión de Osvaldo Pugliese, desplegando un rosario de ganchos, sacadas y voleos enhebradas con musicales pisadas; y luego para un solo de piano con esporádicas reverberaciones que lo condujo a un baile minimalista, como en cámara lenta, pero pletórico de matices.
Otra confirmación de destrezas conocidas fue la que entregaron Julio Balmaceda y Corina de la Rosa, tanto en la descripta entrada con otra pareja como en una primera al compás del tango Derecho viejo. Sus virtudes son conocidas hace años en el ambiente milonguero: elegancia, musicalidad y una fuerte inclinación hacia las formas más clásicas del tango salón.
En otro palo bien distinto, brilló también una habitué del CITA, la bailarina Cecilia González, esta vez con Somer Surgit. Los dos se movieron originales dentro de la lógica de lo que se conoce como “tango nuevo”, un estilo caracterizado por un abrazo más abierto y movimientos más vistosos, como producidos por una fuerza elástica. Aunque virtud extendida en el staff de bailarines, la musicalidad pareció estar con ellos más presentes que en otros casos.
Ya un tanto desparejo, el binomio de Donato Juárez y Carolina del Rivero se vio demasiado afectado por cierta rigidez que mostraba él en cada secuencia de Ojos negros, el primer tema que bailaron. En el segundo, como audaces intérpretes de Alfonsina y el mar por Mercedes Sosa, lograron fluir mejor, claro que con una fusión entre tango, danza contemporánea y folclore.
Las performances de Eduardo Saucedo y Marisa Quiroga, en cambio, directamente se vieron bastante por debajo del nivel general del staff de parejas docentes. El principal problema que tienen no es tanto de capacidad técnica sino de excesivas pretensiones: quieren cumplir con rutinas demasiado difíciles, además de innecesarias para la música que eligen y para la circunstancia.
Segunda noche
En la segunda noche de exhibiciones, realizada ayer en el mismo escenario, hubo nuevos motivos de goce para los espectadores. Como paradigma de esa sensación de “da gusto verlos”, corresponde empezar por Horacio Godoy y Cecilia García. A lo largo de las dos últimas décadas, Godoy fue desarrollando un personal estilo de cuño bien milonguero, tal como pudo demostrar anoche. Primero, bailando una versión de Ivette por Troilo y Grela con un grado de disfrute personal que se transmite al público. Muy bien acompañado por una bailarina de notables condiciones, Horacio impone cambios de energía, juega con el ritmo “perdonando” algunos acentos musicales y hasta se permitió un esbozo de coreografía salsera en una variación levemente tropical de la música. Para su segunda entrada fue la locomotora del tren que sugieren los sonidos de El espiante por la orquesta de Osvaldo Fresedo. Pero no una locomotora maquinal o tosca, sino la sutil capaz de proponer graciosos contoneos de cintura, volver a cambiar varias veces de velocidad e intercalar pequeños movimientos rítmicos en el lugar.
Con menos trayectoria, pero una inercia que los proyecta como grandes bailarines, también se destacaron Federico Naveira e Inés Muzzopappa. Siempre prolijos, musicales y elegantes, en la primera tanda giraron al ritmo ternario del vals. Sin dejar de bailar, Federico tuvo entonces hasta la capacidad para acomodar el vestido de su compañera cuando el busto amenazaba con escapar a su continente. Ya en la segunda entrada, al ritmo regular de la orquesta de Di Sarli, volvió a brillar con pasos largos en secuencias que evocaban lo mejor de su padre (el bailarín Gustavo Naveira, quien junto a Gustavo Salas y Mariano Frúmboli desarrolló nuevas formas para el tango en los años ‘80).
Dentro de una estética tradicional, resultaron particularmente gratos los movimientos de Christian Márquez y Virginia Gómez. Apoyados en una técnica irreprochable, de esas a prueba de músicas veloces, cautivaron primero con La milonga que faltaba, para la que sacaron a relucir ingeniosos juegos de coordinación entre las cuatro piernas. El buen gusto se prolongó en la segunda tanda de exhibiciones, cuando siguieron los compases de Patético por Osvaldo Pugliese con una precisión encomiable en los pasajes más vertiginosos.
En cuanto a espectacularidad, las performances de Sebastián Arce y Mariana Montes probablemente hayan sido las más impactantes, ya que tienen la particularidad de llevar el tango nuevo a los confines del despliegue físico. Y es difícil encontrarlos fuera de música. Todo un mérito si tenemos en cuenta que estamos hablando de artistas que eligieron Tanguera por Mariano Mores, en un caso y una milonga bien picadita, en el otro. Un excepcional dominio técnico parece ser el que les permite explorar caminos inéditos en el tango de escenario.
Pero si de tango nuevo se trata, fue el anfitrión de la noche, Fabián Salas, quien más chapa puede mostrar entre todos los que bailaron anoche. Inmediatamente después de saludar como voz en off pero en vivo (desde atrás del telón), arrancó abrazado a Lola Díaz con una peculiar visión del vals Íntimas, cantado por el “Polaco” Goyeneche. Más allá de esa curiosidad que lo revela como productor y protagonista del evento, en su primera intervención la pareja hilvanó sacadas, colgadas y ganchos aéreos no siempre relacionados con la música. Para escándalo de los más puristas, rompió el abrazo varias veces para girar a su compañera sobre su eje como se estila en la salsa y el rock and roll. La fórmula no varió mucho con Cité tangó, el tema de Piazzolla que eligieron para la segunda tanda. Esta vez, en cambio, los ostentosos movimientos se llevaron mejor con los sonidos.
En una línea que para este cronista ya se torna demasiado recargada, Adrián Veredice y Alejandra Hobert fueron sin embargo de las parejas más aplaudidas. Ellos también bailan el llamado “tango nuevo” pero en esa sintonía frenética propia del escenario. En la segunda entrada (como la primera, animada por música de Piazzolla) lograron unirse en imágenes más románticas y poéticas, aunque con algunos recursos también propios de las últimas exploraciones del tango danza. Por ejemplo, se repitió varias veces la imagen que surge cuando el hombre toma a la mujer del pie extendido hacia atrás en gancho alto y la hace girar así elongada, apoyada sobre el otro pie.
La de ayer fue también la noche de dos parejas mayores reverenciadas por buena parte del ambiente milonguero: Chiche y Marta, por un lado, y Nito y Elba, por otro. Los primeros, representantes del más puro estilo milonguero, nos hicieron volver las miradas hacia las sutilezas que sólo se consiguen con los años. Interpretaron primero una versión de la milonga Negrito (de Prisco y Soifer) y luego No nos veremos nunca por la orquesta de Juan D’Arienzo. Los segundos, docentes históricos del CITA, fueron un poco más allá con algunos truquitos desarrollados en los últimos años en locales de cena-show como Tango Porteño, al seguir los compases de Ensueño por el Quinteto Real, en primera instancia y los de Oro y gris, después, en una exótica versión de Mariano Mores y la cantante Ginamaría Hidalgo.
En una especie de género aparte, Eduardo Cappussi y Mariana Flores volvieron a divertir con dos puestas de “tango-clown”, estética que los distingue desde hace más de una década. Los acordes universalmente conocidos de la serie "Misión imposible" fueron el soporte sonoro de un cuadro en el que ella quería tomar las riendas del tango, un asunto tradicionalmente reservado al hombre. Ya con El entrerriano, ese tango casi prehistórico de Rosendo Mendizábal, se movieron más armónicamente o, mejor dicho, con unas pretensiones de armonía “pour la gallerie” del espectáculo, pretensiones que no siempre se concretaban. Aunque en ciertos puntos se repitan, da la sensación de que Cappussi y Flores serán siempre quienes mejor hagan eso de bailar tango en pos de la risa.
En ambas noches, la fiesta que siempre implica tanto buen baile junto se coronó con una ronda compartida entre todas las parejas participantes en cada noche. Como corresponde a los cánones milongueros, los binomios fueron desplazándose por el escenario en sentido antihorario. Como si hiciera falta, la imagen era como una metáfora de la sensación que reinó en el ND Ateneo durante los encantadores 60 minutos de cada función: el tiempo no había pasado, detenido por la magia del baile.
Carlos Bevilacqua
Fotos: Arriba, Agustina Berenstein y Rodrigo Palacios; en segundo término, "Chicho" Frúmboli con Juana Sepúlveda; en tercer término, Horacio Godoy y Cecilia García y, por último, Sebastián Arce y Mariana Montes.
Publicado el 17-3-2010.