Pasión de minorías


Al menos cada tanto, viene bien preguntarse por qué las cosas son como son y si podrían ser de otra manera. Sobre todo cuando la realidad choca con la naturaleza del ser humano. Si la danza es la manifestación artística que primero ejercemos, de manera espontánea, poco después de nacer, ¿por qué no es más popular entre los adultos? 

      La escena se repite con frecuencia: antes y después de cada función de danza los diálogos que se escuchan revelan que el poco público convocado está compuesto casi exclusivamente por bailarines o parientes de los protagonistas. ¿Por qué la danza no convoca más gente? Su sensualidad, su fuerte conexión con la música que va sonando, el efecto visual de ver cuerpos moviéndose, interactuando entre sí o con el espacio, las emociones que provoca, los mensajes o relatos que eventualmente puede encerrar... todo la hace de por sí atractiva. Sin embargo, la mayor parte de la producción coreográfica de Buenos Aires y alrededores puede aspirar sólo a un público menor, relativamente chico respecto del gran mercado del espectáculo.
      Como tantas otras veces, la inercia de conductas aprendidas puede explicar el fenómeno. ¿Pero de dónde viene, en todo caso, esa conducta? ¿Cómo se originó? ¿Por qué la gente prefiere ir al cine, a escuchar música en vivo o incluso al teatro? ¿Por qué la danza no integra ese menú de opciones que el espectador considera al planear una salida? Obsérvese que, si bien es común la opción de “ir a bailar”, en general no implica ir a bailar, sino ir a un lugar donde algunos bailan y eventualmente uno también durante un rato, pero más que nada como una excusa para salir bien tarde, escuchar música, tomar alguna bebida alcohólica y, claro, seducir a alguien de nuestro agrado. Por otro lado, esta opción de “ir a bailar” (léase a una discoteca) está restringida de hecho a un público adolescente y joven. Como saludable excepción a la regla, existe una franja de público (de todas la edades) que en las últimas dos décadas revitalizó el circuito de peñas y milongas de todo el país. En esos ámbitos “ir a bailar” sí es ir a bailar, sin que desaparezcan del todo los demás objetivos.
      Pero volvamos a nuestro interrogante inicial: ¿por qué la cartelera de danza convoca poco público? Una primera explicación acaso resida en la propia naturaleza de las obras que se ofrecen. Enroladas en lo que también se conoce como danza-teatro, muchas de las propuestas son demasiado crípticas para el espectador común y aun para el avezado. O se apoyan demasiado en citas, o en los parámetros de la danza contemporánea, o se pierden en indagaciones psicológicas difusas, o eligen reflexionar sobre cuestiones semiológicas, o sus protagonistas se limitan a la autorreferencia en tanto trabajadores de la danza... Hasta puede ocurrir –en el peor de los casos– todo eso junto.
      ¿Cuánto influyen los medios en esa costumbre de soslayar la danza? Para cualquier agente de prensa, por ducho que sea, es harto difícil conseguir que una obra coreográfica sea motivo de una nota periodística o inclusive que figure en las agendas de los medios gráficos. Algo similar ocurre en los electrónicos. ¿Cuántos programas de radio o televisión recuerda el lector sobre danza o que al menos incluya esa disciplina en sus contenidos? ¿Cuántos periodistas hay en el área metropolitana que se dediquen a cubrir danza en forma consuetudinaria? Lo más probable es que sobren los dedos de las manos para contarlos. Gracias a situaciones que en los últimos años esclarecieron a la opinión pública, hoy resulta evidente que los medios crean tendencias, gustos y opiniones mucho más de lo que inocentemente creíamos. Bien dice siempre el poeta Héctor Negro que nadie puede amar lo que no conoce.
      Por último, pero no por eso menos importante, cabe señalar que la argentina no es una cultura muy amiga de lo corporal. Por diversos factores, el cuerpo aparece en nuestra vida diaria ora cosificado (durante el verano en el afiche o en la tapa de revistas de actualidad), ora como un tabú que estamos todo el tiempo tratando de dilucidar. Lo cierto es que no tenemos una relación natural y armónica con nuestros cuerpos, particularmente si escapan al canon estético que marca la publicidad o los talles de las tiendas de ropa.
      Tanto el sistema educativo formal como los valores que suelen trasmitir los padres apuntan al desarrollo intelectual. Hacer deportes, mantener una alimentación equilibrada, desarrollar habilidades manuales y psicomotrices o tener encuentros satisfactorios durante las relaciones sexuales son todos asuntos relegados, librados tácitamente al aprendizaje “de la calle” o "de la vida". ¿Cómo esperar, entonces, que el idioma de los cuerpos en movimiento tenga éxito? Pero ¿qué pasaría si en todas las escuelas se enseñara a bailar tango y folclore con pedagogías atractivas? ¿Cuántos más bailarines aficionados tendríamos si se eliminara la idea de dotados y pataduras que subrayan programas como Bailando por un sueño? ¿Por qué nos cuesta ver a la danza como un hecho recreativo, edificante y hasta terapéutico? 

Carlos Bevilacqua

En la imagen: una escena de
Invisible, coreografía de Gustavo Lesgart presentada por la compañía de danza del IUNA. Foto gentileza del GCBA.

Publicado el 4-11-2012.