Siempre excitantes, los encuentros musicales masivos suponen una serie de acuerdos tácitos que no siempre se cumplen. En medio del fervor festivalero nos permitimos reflexionar sobre la clásica tensión entre arte y negocio.
Resultan atractivos tanto para buena parte del público como para muchos artistas que los toman como una forma de reconocimiento, cuando no como trampolín hacia nuevos trabajos. Si bien el peso específico que tienen los festivales dentro de la actividad musical varía según los ámbitos, al menos en el folclórico es significativo, particularmente por estos días. A esta altura de enero ya pasaron los de Jesús María, el del Malambo (en Laborde), la Fiesta Nacional del Chamamé (en Corrientes), está terminando el de Cosquín y todavía tenemos por delante los de Villa María, La Salamanca (La Banda), Baradero, el de La Chaya (La Rioja) y la Fiesta Nacional de la Vendimia (Mendoza), entre muchos otros. Con semejante vorágine de eventos, es lógico que se pierda noción del valor de cada uno, sus sentidos, sus particularidades, sus transformaciones y sus debilidades.
¿Qué se espera de un festival? Desde ya, el encuentro de los artistas con un público masivo, con toda la emotividad que eso implica. Así como para el artista un festival es una gran vidriera que lo legitima y acaso lo proyecte, para el espectador representa la oportunidad especialísima de ver a muchos artistas en una sola noche. Atributo que se potencia para algunos públicos del interior, que durante el resto del año no pueden acceder a esos artistas, ni siquiera por separado.
Por añadidura, cada festival es una gran ocasión para descubrir, conocer, aprender. Pero también para la inevitable –aunque odiosa– comparación en las conversaciones posteriores a cada jornada. Para los artistas termina siendo, también, una instancia de consagración, aprobación, indiferencia o –inclusive– de rechazo.
Sin embargo, cabe recordar que la misma palabra "festival" remite a "fiesta". Para que la fiesta sea, la gente debe pasarla bien. Para cumplir con ese mandato, los artistas convocados son en un buen porcentaje muy populares de antemano. Claro que muchos de esos artistas son populares en buena medida gracias a la difusión masiva y el marketing, sin que en lo estrictamente artístico puedan ostentar más virtudes que los menos conocidos. Y la felicidad del público podría lograrse también de otras maneras.
Otra dimensión social de los festivales está dada por la rueda de servicios que se mueve una vez por año, durante varios días, en la ciudad sede. Transportes, alojamientos, gastronomía y comerciantes en general consiguen una mayor demanda, gracias al turismo que supone un evento masivo en un lugar relativamente pequeño. Si bien en las grandes urbes el impacto de un festival es proporcionalmente menor, no deja de existir y de sumar actividad económica.
Ahora bien, ¿cuánto de esos acuerdos tácitos se cumplen en la realidad? Mucho, pero no todo y a veces los parámetros se desnaturalizan hasta impedir la concreción de algunas metas. Ejemplo: los artistas que pueblan las grillas de los grandes festivales se repiten demasiado. Más allá del valor artístico o afectivo que cada lector les pueda asignar, es indiscutible que el Chaqueño Palavecino, Jorge Rojas, Los Nocheros, Soledad, Los Tekis, Sergio Galleguillo, Luciano Pereyra, el Dúo Coplanacu y Raly Barrionuevo son figuritas repetidas a lo largo del año. Un caso paradigmático es el del cantautor Abel Pintos, quien de los 39 días que van del 17-1 al 24-2 tendrá 26 presentaciones en diferentes regiones del país, según revelan sus agentes de prensa. Como contrapartida, la posibilidad de conocer nuevos valores se restringe, al dejar menos segmentos disponibles para los artistas menos conocidos.
Por otro lado, el tiempo de cada set se reparte de manera desigual (en beneficio de los que ya gozan de popularidad). La inequidad se prolonga, a su vez, en una admisión selectiva de los bises, que no siempre contemplan la voluntad popular.
Simultáneamente, el afán por abarcar la mayor cantidad posible de grupos y solistas (así como los compromisos de diverso tipo) llevan a algunos organizadores a armar grillas demasiado largas. ¿Quién puede mantener el mismo grado de atención durante ocho o diez horas? Y no siempre se percibe un criterio de franjas de dos o tres horas afines, sea por formatos, estilos o procedencia. Otra consecuencia negativa de las jornadas maratónicas es que confina a algunos artistas a horarios insólitos, cercanos o incluso posteriores al amanecer, en los que el público es mucho menor que en los horarios centrales (de 21 a 2).
Todo lo cual evidencia que en los festivales la promoción de valores artísticos coexiste con el afán de lucro, y muchas veces en tensión. Claro que lo descripto es una generalización que no debería impedirnos ver las excepciones que diferencian a muchos de la media. En buena medida, por sus historias y evoluciones, pero también por la diversidad de organizadores responsables: desde grupos de artistas y particulares hasta estados municipales y provinciales, pasando por ONGs, empresas y asociaciones de diferentes sectores de una misma comunidad.
Carlos Bevilacqua
Publicado el 27-1-2013.