“Cuando escucho la palabra ‘contemporáneo’ saco el revólver”, dice un periodista de prestigio en el ambiente. No es que sea de armas tomar, alude a su fuerte recelo ante las expresiones de música y danza que se presentan con ese rótulo. Tiene sus motivos: fueron muchas las veces que hizo esfuerzos por apreciarlas y terminó desairado. “No siempre se trata de entender, a veces es cuestión de sentir”, le decimos los demás colegas. Pero él asegura que incluso sus sentimientos son difusos o contradictorios. Lo cierto es que ya desarrolló un prejuicio. Sin tratar de justificarlo, analizar la naturaleza de lo conocido como "contemporáneo" nos puede ayudar a entender su perplejidad cada vez que cae el telón.
Lejos del conocido significado de simultaneidad en el tiempo que entrega el diccionario, en el campo de la música la palabra que nos ocupa suele designar una serie de estilos surgidos a principios del siglo XX a partir de las innovaciones del compositor austríaco Arnold Schoemberg. A través de su música dodecafónica o atonal, Schoemberg estableció un sistema de igualdad entre las doce alturas de la escala cromática, eliminando la jerarquía que implican los acordes tradicionales, con una nota tónica y otras dos a intervalos regulares. Dentro del esquema dodecafónico no se puede usar una de esas alturas más que otra.
La variante dio lugar a muchas otras, desde las de sus discípulos Anton Webern y Alban Berg hasta las de Igor Stravinsky, Bela Bartok o –más acá en el tiempo– las de Philip Glass, John Cage y Steve Reich, entre otros. Los resultados fueron muchas veces difíciles para el público en general. Una reformulación radical del concepto de melodía, la aparición de microtonos (a mitad de camino entre los tonos y semitonos conocidos), la introducción de ruidos de la naturaleza, las improvisaciones a partir de fragmentos aleatorios, el minimalismo y las disonancias crearon un panorama nuevo pero árido, acorde a la ruptura del clasicismo que planteaba el modernismo como movimiento cultural.
Tales innovaciones influyeron también en los llamados géneros populares de nuestra música. Así, se habla de tango contemporáneo y folclore contemporáneo. Aunque sean etiquetas vagas (y, como todas, un poco arbitrarias) sirven para denominar a una serie de expresiones que escapan en algún punto de los cánones tradicionales. Tan alejadas del hit como de la música bailable, esas expresiones son más valoradas por el público melómano que por los oyentes ocasionales, acaso por requerir unas determinadas competencias previas para ser apreciadas. Es más: por momentos el enfoque de esas obras suena demasiado intelectual, como si lo visceral no hubiese aparecido o hubiese quedado relegado por el cálculo.
En materia de danza, lo contemporáneo alude a un lenguaje más codificado, pero también parido como reacción contra lo establecido, esta vez por los rígidos parámetros del ballet clásico. Con los desplantes de gente como Isadora Duncan, primero, y de otros como Martha Graham, después, se fue configurando en la década de 1930 una serie de movimientos que, partiendo de la zona abdominal como centro energético, proponen juegos con el peso del cuerpo, una mayor relación con el piso y el uso de los opuestos de cada acción. Nacía así lo que se conoció como “danza moderna”. Ya con los aportes de Merce Cunningham y José Limón, una vez superada la II Guerra Mundial, se empezó a hablar de “danza contemporánea” para manifestaciones que, si bien tributarias de las innovaciones previas, ampliaron el repertorio con formas de otras danzas y recursos de otras disciplinas, como el teatro y las artes visuales.
Al menos en Buenos Aires, el circuito de la danza contemporánea está hoy más definido que el de la música contemporánea. Entre lo hondo, lo original y lo críptico, un grupo relativamente importante de bailarines y coreógrafos muestra todas las semanas sus turbadoras creaciones en decenas de pequeñas salas, concentradas sobre todo en Palermo y el Abasto. Allí rigen algunos de los principios esenciales del dogma contemporáneo: pies descalzos, vestuario austero, intérpretes de notable versatilidad que privilegian lo emocional por sobre lo narrativo, bandas sonoras de toda índole y sentidos abiertos a distintas interpretaciones.
Como se ve, el adjetivo “contemporáneo” cambia mucho de significado según el contexto. Y no es muy feliz su uso para etiquetar definitivamente a una corriente artística, en tanto “actual”, “reciente” o “moderna”. Se sabe: lo que ayer fue contemporáneo hoy ya no lo es. En todo caso, lo contemporáneo es, como el presente, un ápice vertiginoso. ¿Será por eso que resulta tan inasible para espectadores como el colega de marras?
Carlos Bevilacqua
En la imagen, un pasaje de Cariño, de Mayra Bonard. Foto de José David.
Publicado el 17-3-2013.