Noches de carnaval


Lejos de los multitudinarios bailes de antaño, pero también de la indiferencia que la acompañó durante décadas, la fiesta de Momo asume en Buenos Aires algunos rasgos bien definidos. Los invitamos a dejarse mojar por la espuma.

      Hay algo de catarsis en los corsos de carnaval. Tanto para los protagonistas como para el público, el sonido de los bombos, el colorido de los trajes y lo expansivo del baile generan otra dimensión, más libre, desinhibida y contestataria. Ni el calendario programado (pero muy poco promocionado) por el Gobierno de la Ciudad ni la rutina de las presentaciones (hecha de un desfile y una performance escénica) terminan de domar una de las fiestas más antiguas y universales, que más allá de lo estrictamente artístico transcurre también en derredor, con los adolescentes cruzándose miradas como esgrimistas, los más chicos corriéndose con espuma, los grandes jugando a ser niños a través de la mirada asombrada de sus hijos y, más allá, el aroma siempre tentador de los choripanes. Grupos de amigos, de familiares y hasta solitarios pululan aquí y allá, pero sobre todo se imantan contra las vallas metálicas que los organizadores dispusieron a lo largo de la calzada.
      Las escenas de esta crónica corresponden al corso de Matienzo entre Conesa y Zapiola, en el barrio porteño de Colegiales, el fin de semana pasado, pero se repiten –con las variantes de cada caso– en los 35 espacios cortados al tránsito vehicular, todos los sábados y domingos, desde principios de febrero y hasta el 2 de marzo, para la celebración del carnaval oficial porteño.
      Los cien metros que van de una esquina a otra se transforman esas noches en una pasarela para el inconciente colectivo, o algo que se le parece mucho. Aun estando lejos, se puede escuchar el latido grave de los bombos con platillo y ver el estandarte, aunque todavía no se pueda leer sus inscripciones. Lo otro que puede percibirse a la distancia son los colores, esos que tiñen no sólo el estandarte (un escudo llevado en alto con un palo) sino también las banderas, las sombrillas, los trajes y hasta los instrumentos musicales.
      Imágenes y sonidos van copando gradualmente los sentidos a medida que los integrantes de la murga avanzan exhibiendo un baile que compromete todas las partes del cuerpo de manera equitativa. Lejos de cualquier forma “de salón” y con evidentes reminiscencias afro, los cuerpos se despliegan hacia el piso en cada paso, pero también hacia el cielo con los brazos. Si bien las coreografías siguen los diferentes ritmos que marca la poderosa percusión, una misma vibración sacude siempre los cuerpos, que parecen coquetear con la idea de trance. La continuidad, los matices, la repetición, hacen el resto.
      El desfile tiene un orden: por lo general, lideran el grupo los niños (conocidos en el ambiente como “mascotas”), seguidos por las mujeres, luego por los varones, los percusionistas y los disfrazados (murguistas que interpretan a diferentes personajes paradigmáticos de la idiosincrasia nacional). Excepto estos últimos, todos visten un traje de telas brillantes, con los colores de la murga (entre dos y cuatro) repartidos estratégicamente. Dos elementos definen la indumentaria de la murga porteña: la levita (saco símil frac) y la galera (ese sombrero típico de fines del siglo XIX). Los pantalones dejan lugar a una pollera corta con flecos en el caso de las mujeres jóvenes. Por lo demás, los trajes difieren no sólo en cuanto a diseños y estilos sino sobre todo en los estampados, expresivos de los gustos de cada murguero: escudos de clubes de fútbol, rostros de artistas o personalidades públicas de diversa índole. Así es como conviven en las espaldas Maradona, el Che Guevara, Gardel y la célebre lengua “stone” en abigarrada colección. Algunos también se pintan la cara con colores que remedan las viejas máscaras de carnaval.
      Una vez arribados al escenario, cuatro o cinco murguistas suben para ofrecer la performance musical de rigor, compuesta en general por una glosa y/o canción de presentación, otra de crítica, y una despedida, sumándose a veces una canción de homenaje. Ellos aprovechan los micrófonos para hacerse oír mejor, pero los demás integrantes de la murga no quedan pasivos: todos terminan de redondear las obras preparadas y ensayadas durante semanas, en su mayoría consistentes en músicas ampliamente conocidas a las que se les cambia la letra. El barrio, las costumbres, la actualidad política y social y la apología del carnaval monopolizan las letras. Aun así, siempre hay quienes rompen moldes. De lo visto entre el 15 y 16 de febrero en Colegiales, se destacó nítidamente la propuesta de los Relegados de Belgrano, quienes además de transmitir una contagiosa energía en el desfile previo, montaron una especie de grotesco en torno a una fiesta de 15 que incluía un fuerte mensaje contra la violencia de género.
      La despedida no se limita a una canción. Suele haber alguna “yapa” musical, si la respuesta del público la habilita. Pero además el desfile de retirada es casi siempre subrayado por un redoblado toque de bombos, de esos que dejan el espíritu bien templado.
      Cabe suponer que los protagonistas disfrutan de esas vibraciones. Aunque acaso no las necesitan, después de haberse brindado tanto durante 40 minutos. Para ellos también implica un tour por los cien barrios porteños, con la posibilidad de relacionarse con públicos muy diferentes. La noche es larga: arranca a las 19 y termina a las 2 los sábados, y a la medianoche los domingos y feriados (3 y 4 de marzo próximos). Lo cual permite que sean varias las murgas que se presentan cada noche, con la consecuente posibilidad para el espectador de aprender, comparar y hasta desarrollar un gusto propio.
      Un jurado de expertos evalúa las actuaciones de cada murga. Los peor calificados deberán competir en un concurso especial que determinará cuáles podrán volver a participar en la siguiente edición del carnaval porteño.
      Más allá de esa condición, el espíritu amateur campea en su mejor sentido. Jóvenes y mayores, novatos y experimentados, hombres y mujeres, ninguno murguea por un interés económico. En todo caso, valoran el espacio de pertenencia, expresión artística y acción colectiva que implica una murga, a su vez portadora de un mensaje de alegría para las comunidades que visita. Por si fuera poco, en espectáculos gratuitos, al aire libre y en las cautivantes noches de verano.

Carlos Bevilacqua

En la imagen, los Relegados de Belgrano. Foto de Miguel Middonno.

Publicado el 18-2-2014.