Jorge Drexler vuelve a cautivar con nuevas canciones en su último disco, Bailar en la cueva. Minuciosamente producido y con los aportes de varias celebridades latinoamericanas, confirma la enorme capacidad del cantautor uruguayo.
"Pertenezco a una generación de gente que no baila, soy hijo de la dictadura uruguaya, a la que entré a los 9 años y de la que salí a los 20. O sea que crecí en un país muy gris y opresivo. El baile no era fomentado por el régimen pero tampoco por los círculos de intelectuales de izquierda donde me movía”, contó Jorge Drexler, hace unas semanas, a la agencia de noticias Télam con motivo de su nuevo disco. "Por eso, Bailar en la cueva resulta para mí un disco expansivo, en tanto se libera de algunas timideces y logra pasar de la reflexión al movimiento de pies y caderas”.
Tal como anunciaba, su decimotercer CD tiene en la danza un eje recurrente. Numerosas capas sonoras se asocian en función de esos entramados que –como mínimo– nos hacen mover el pie. La voz y las guitarras de Drexler suenan en dinámicas inusitadas junto a programaciones, vientos y percusiones varias. Es que el sincretismo típico del cantautor uruguayo (que ya venía potenciando ritmos autóctonos de su país, como la milonga y el candombe, con la electrónica) se extendió ahora a buena parte del subcontinente latinoamericano. Artistas invitados de renombre se suman en diferentes pasajes de las once canciones, grabadas a medias entre Bogotá y Madrid, donde el juglar oriental reside desde hace casi dos décadas. Como ya nos tiene acostumbrados, las pistas lucen una post-producción que no deja detalle por atender.
El pulso bailable late con especial nitidez en Esfera, una especie de música disco que da pie a una metáfora extendida entre la relación del narrador con su ser amado y las órbitas de los electrones en torno al núcleo de un átomo. Otro tanto ocurre con Bolivia, una cumbia amazónica que cuenta con la voz invitada de Caetano Veloso (nada menos) y cuya letra alude a la migración forzada desde Europa al altiplano del abuelo del cantautor, perseguido por el nazismo. Se trata de un asunto que de alguna manera ya había tratado en El pianista del gueto de Varsovia, conmovedora pieza de su disco Sea (2001). Todo invita al movimiento también en La plegaria del paparazzo, canción de bases tecno que sorprende por la originalidad de su temática, y en la que da nombre al disco, algo así como una argumentación antropológica del concepto general del compilado. Allí, Drexler canta: "La idea es eternamente nueva / cae la noche y nos seguimos juntando a / bailar en la cueva", para después agregar: "Ir en el ritmo como una nube va en el viento / no estar en / sino ser el movimiento". Como escribana conocedora de lo que es música bailable, a poco de rodar ese tema inicial se suma la voz de Li Saumet, cantante de la banda colombiana Bomba Estéreo. Otra dama de la actual movida de fusión latinoamericana, la rapera franco-chilena Ana Tijoux, lo acompaña en Universos paralelos, la canción que ofició de corte de difusión del disco y que cuenta con un llamativo videoclip en el que muestran sus destrezas coreográficas tanto Drexler como sus amigos Javier Limón, Toni Garrido y el cineasta David Trueba, además director de la pieza.
Pero no todo es frenesí de pista. En varios segmentos de Bailar en la cueva aparece el conocido perfil más introspectivo del cancionista charrúa, sobre ritmos más lentos o sutiles. Dos de los más logrados son Todo cae, melancólica reflexión sobre el carácter perecedero de aquello que desafía la gravedad y la entropía, con bajo, programación y arreglos de Eduardo Cabra (integrante del exitoso grupo portorriqueño Calle 13), y La noche no es una ciencia exacta, una estructura pop y guitarrerra relativamente sencilla que advierte sobre la imposibilidad de convocar a las musas con algunas condiciones supuestamente favorables. Allí Drexler opera el milagro de hacer rimar dos veces la palabra "exacta" en fórmulas consonantes.
Lejos de frivolizarse, la música de Jorge Drexler sigue siendo profunda, por más que sea deliberadamente bailable. La canción con mensaje impera de principio a fin, sea a través del relato, la descripción o la reflexión. En ese sentido, este disco mantiene también su peculiar estilo, parado en un lenguaje distinguido y a la vez accesible. Muchas veces aludiendo a esos mundos sentimentales de los que todos, más o menos, somos habitués, y que por eso mismo son difíciles de abordar sin caer en lugares comunes. Otra curiosidad del arte que practica Drexler es su capacidad para incluir nociones científicas en discursos poéticos, claro que con la ayuda que siempre implica hacerlo en simultáneo con oportunas melodías.
Poco importa que en algunos pasajes la voz de Drexler ya no sea lo que era hace quince años. Su inventiva, tanto para las músicas como para las letras, se asoma en alquimias insospechadas, como las de Data data (retrato crítico de la era de la información), Organdí (una declaración de amor a su pequeña hija Leah), La luna de Rasquí (embeleso del autor con un particular sitio del archipiélago venezolano de Los Roques) o El triángulo de las Bermudas (que se pregunta sobre la misteriosa desaparición y reaparición de un antiguo amor).
En aquella entrevista concedida a Télam, Drexler también decía: “Mi aspiración es que este disco sea un experimento de telekinesia, o sea que produzca movimiento a distancia, lo que me obligó a una síntesis. La condensación es algo que aprecio mucho y, de hecho, las primeras tres canciones tienen un acorde cada una, son muy concretas”. Más allá de cuánto baile cada uno al escucharlo, si algo queda claro en Bailar en la Cueva es que este singular artista, nacido en Montevideo hace 49 años, sigue dominando como pocos el sutil arte de la canción de autor.
Carlos Bevilacqua
En la imagen, uno de los dibujos de Mateo Rivano que ilustran el arte de tapa del disco.
Publicado el 18-7-2014.