Atenta a las grietas del lenguaje
Como cantante de música folclórica, Liliana Herrero fue forjando desde los años '80 un estilo muy personal, ajeno a las convenciones estéticas sobre tonalidades, fraseo, instrumentación y repertorio. Aquí explica los fundamentos de su último disco, Maldigo (recientemente nominado a los premios Gardel), al tiempo que revela su mirada acerca del arte musical.
“La sucesión de notas periodísticas me distrae de la música en mi cabeza”, respira la cantante Liliana Herrero en el amplio living de su casa de Boedo, a resguardo del frío oscilante en Buenos Aires. Ya no escucha las quebraduras del plan de obra que envolvió de arreglos a estas paredes –y la envolvió– por varios días: las charlas compartidas con amigos y los cálidos ensayos con su banda le brindaron otros compases para poder seguir pensando las melodías que siente siempre delante, vibrando. Allí donde la voz –con otras quebraduras– se reunirá con los cuerpos ajenos y el propio, con otros ojos delante. “En vivo –revisa Liliana Herrero– me encontré haciendo cosas con el cuerpo sin que lo planeara. Una nunca sabe demasiado sobre sí misma, pero puede tener que ver con cierta huida, con estar fuera de mí. Mucha gente me pregunta si estudié expresión corporal o baile, pero no soy una experta en eso. Simplemente, el cuerpo va desprejuiciadamente o más libre en el escenario”.
Así volvió a estar Liliana Herrero en el ND/Teatro el 18 de julio, cuando presentó una vez más su último disco, Maldigo. Y las metáforas del cuerpo expuesto serán, también, para su voz sin freno: para las músicas que eligió compartir con un nombre lejos de todo cliché. No es Maldigo un título polémico, sí provocador. Es la interrogación acerca de las posibilidades de la voz que (se) horada cantando, en busca de silencios o tradiciones sin fronteras autoimpuestas: músicas en el cuerpo político; voces insertas en la Historia. “Como explico siempre, el título Maldigo no se refiere a ‘maldecir’ –sonríe Herrero–. Está muy lejos de la idea de maldecir que maneja Violeta Parra, por ejemplo, en su canción Maldigo del alto cielo. Ahí ella maldice todo: la vida, e incluso la propia, y aún cuando luego escribió Gracias a la vida…”.
Maldigo es concebir la voz, y el canto, en conexión a tierra mirando más allá de lo concebido como bueno, malo, o canónicamente legítimo. Cuando se publicó, el año pasado, difundió un texto on-line que decía: “Maldigo señala una quebradura interna que tiene toda lengua porque ninguna lengua puede decirlo todo. El habla es silencio y mudez sobre todo cuando queremos pensar los hilos de nuestras vidas y las músicas que escuchamos y hacemos. Ahí el habla se resquebraja, se extravía y se abisma”. Ese grito no complaciente “está en el interior de todos los cantos. Al exponerse con sus heridas, el canto es el territorio mismo”.
Buscando “pensar las tragedias y los gozos de Argentina y América Latina”, el disco parte del folclore para abrirse a otras coordenadas, con sonidos de maderas texturados por la producción de Lisandro Aristimuño –que bien aceptaría Radiohead–. El cantautor rionegrino también estuvo como invitado en el ND junto a Herrero, que vistió su voz con las guitarras de Pedro Rossi (quien liga tradiciones elevadas en tecnología sin perder rugosidad) y también la eléctrica de Lucio Balduini; los bajos y el contrabajo de Ariel Naón; los vientos de bronce de Martín Pantyrer, la percusión expansiva pero nunca desmedida de Mario Gusso y algo novedoso en ella: el bandoneón, allí a cargo de Martín Sued.
¿Será vista en el futuro como folclore la forma con que Herrero aborda ese rastro de niños ardidos por un sistema de exclusión llamado Bagualín, de Fernando Barrientos? ¿Contienen folclore el desvelado tema Oye, niño, de Miguel Abuelo, agitador de las primeras psicodelias del rock argentino? ¿Qué territorios activa su versión de El salitral, de Carlos Marrodán? ¿Y la que hace de La garra del corazón, del uruguayo Fernando Cabrera? Herrero puede ponerlas en cruce con Marte, una canción de Tomás Aristimuño sobre destierros (con arreglo del pianista Guillermo Klein) para comprobar los hilos de una misma voz, más allá de convenciones sobre belleza o de adjetivos acerca del buen cantar.
Maldigo también conecta con los clásicos repensados por ella: Trabajo, quiero, trabajo, de Atahualpa Yupanqui; Run run se fue pa’l norte y Casamiento de negros, de Violeta Parra (con la ductilidad del cello de Leila Cherro, miembro de la banda de Aristimuño). O Pastor de nubes, de Manuel J. Castilla y Fernando Portal, donde el bombo de Diego Arnedo (de Divididos), y más aún la voz bagualeada y endulzada de Raly Barrionuevo, giran sobre los planos dramáticos de la de Herrero. ¿Cómo se vuelve a un disco de esta intensidad? “No se vuelve: se va hacia otro lugar”, divisa ella. “Esa es la capacidad que tiene la música, siempre, si uno se plantea reflotarla y reconcebirla cada vez. Yo me planteo eso. Intento no parecerme a mí misma, y cada concierto también es único”.
En eso se queda pensando: “Lamento no haber grabado la primera presentación de Maldigo, el 11 de octubre del año pasado en el Coliseo. ¿Cómo habré sonado aquella noche? Me lo pregunto, pero esa misma incógnita me llena de estímulo para seguir cantando. Esta vez en el ND sí pudimos grabar”, celebra. “Hice los trece temas del disco y otros nuevos: Inútil paisaje, de Tom Jobim, y No soy un extraño, de Charly García, que había hecho como bis en octubre de 2013. También apareció La bengala perdida, de Luis Alberto Spinetta. Elijo temas nuevos cuando soy capaz de estar tan involucrada que puedo improvisarlos sin pensar demasiado. Ahí se genera algo nuevo”.