Déjalo ser


Los impulsos de dos cuerpos echados a convivir tienen rienda suelta en Un poyo rojo, la obra que con encomiable ductilidad protagonizan Luciano Rosso y Alfonso Barón bajo dirección de Hermes Gaido. La puesta, que seguirá en El Galpón de Guevara hasta fines de abril, se ofrecerá luego en diferentes ciudades europeas.

      Si algo esperamos de un hecho artístico es que nos transforme, que nos atraviese. Y Un poyo rojo nos modifica completamente. Con un extenso recorrido, iniciado allá por 2009, el espectáculo dirigido por Hermes Gaido y protagonizado por Luciano Rosso y Alfonso Barón, actualmente agota localidades durante su último mes de funciones en El galpón de Guevara (Guevara 326, CABA). En escena los viernes y sábados a las 23 hasta el 25 de abril inclusive, Un poyo rojo partirá luego de gira a Europa.
      La razón que gobierna nuestros actos, la que nos diferencia de los animales y domina nuestra vida es la que pierde toda hegemonía durante los 60 minutos de la obra. El cuerpo que somos es el verdadero y único protagonista de este bello relato.
      Un poyo rojo se nos presenta con una estructura fragmentada. Las postales que la constituyen son en cierto modo secuencias, partes de un todo del cual no es posible identificar inicio y final. No hay prehistoria ni justificación que nos delimite la fábula que suponemos nos van a contar. Los sonidos son arbitrarios. Una vez silenciada la música de sala, la banda sonora será interpretada por los pies en el suelo, las zapatillas o la aleatoria sintonización de diversas estaciones de radio, que nos ofrecerán lo que el aquí y ahora proponga según las decisiones del intérprete que deviene operador. Otra apuesta más al azar se suma al planteo general.
      Como a los niños, a los intérpretes, se les da un marco: un seguidor que les brinda un círculo para un encuentro de lucha, un banco y un armario de chapa (que simula un vestuario), toallas, botellitas de agua, cigarrillos y la radio. Las secuencias se van sucediendo en un tiempo sin marcas realistas. Son encuentros entre dos sujetos. Por momentos bailan sincronizadamente, luego lo hacen de modo individual y el compañero espera, mira, responde a su turno, con el cuerpo. También hay instantes de improvisación de contacto, juegos de equilibrio y confianza en el otro, miradas violentas, cálidas, sorpresa, enojo. Y también hay juego con la extra-escena, con un afuera que pretenden incluir irónicamente. Entre las múltiples formas en que los protagonistas se vinculan, podemos identificar algunas cotidianas: la competencia con el otro, el levante, el rechazo, el dominio, la sumisión, la violencia, el romance, la espera, y tantas otras más profundas y sencillas. Sobre estas últimas nos interesa reflexionar. Aquellos otros vínculos que los cuerpos proponen en su transitar y que exceden la forma del relato clásico (inicio, desarrollo y desenlace, con rol prefijado). Son cuerpos, porque al fin y al cabo eso es lo que somos, que accionan, se desplazan, respiran, tocan, rechazan, se abren, se cierran, se detienen, se estremecen. Son velocidades que se potencian o se interrumpen rompiendo cualquier forma esperada y esperable. Y es en los diferentes modos de moverse y relacionarse de los bailarines, en los desplazamientos, en los tiempos de acción y también de inacción, que percibimos cómo todos los prejuicios referentes a los vínculos humanos se diluyen; desapareciendo a una velocidad que si en la realidad sucediera, nuestra sociedad daría un paso mucho mayor que aquel que colocó al hombre en la luna.
      Entre Luciano Rosso y Alfonso Barón lo que parece ser un dúo en amena danza se transforma en una competencia que no termina de serlo para convertirse en un levante, que sin completarse deviene lucha y así continúa transformándose, como en una cadena compositiva interminable. Del mismo modo se hilvanan los silencios, los sonidos, la música (excelente elección la de En tu pelo de Javier Solís, el rey del bolero ranchero e interpretada por nuestra poderosa Lía Crucet) y las diversas estaciones de radio, con sus locuciones y programación musical, por las que nos pasean.
      La puesta en escena plantea una estructura sobre la cual los intérpretes se mueven con gran libertad. Si bien no existen jerarquías, es claro el rol que cada uno mantiene. En Rosso predomina lo actoral y en Barón la danza, aunque los dos llevan adelante ambas tareas con talento y precisión. Y la combinación es lo ya dicho, pura belleza. Y más también. Es democratizar los cuerpos dándoles la libertad necesaria para que simplemente sean, sin cristalizar roles ni conductas. Un poyo rojo propone un juego imprescindible para cualquiera que desee libertad y autonomía: dejarse atravesar, ser un poquito pero sin aferrarse, transformarse y a la vez ser fiel a lo que el cuerpo dicta. Nada tan acertado.

Bonus track

      Como en un único plano secuencia, sin cortes, y a pesar de que existen momentos de quietud en los que los cuerpos permanecen en su lugar, la acción nunca se detiene, la metamorfosis sólo termina con la luz roja y el apagón final. Y amén de ello, el final también demora su llegada. Los actores agradecen con breves palabras y avisan del inminente regalo, el que muchos (entre los que esta cronista se incluye) esperan: la interpretación de Luciano Rosso de El pollito Pío, antigua canción infantil cuya viralización en las redes sociales, lejos de cristalizarla, parece haberla mejorado.

Larisa Rivarola

En la imagen, Rosso y Barón durante una escena de Un poyo rojo. Foto de Paola Evelina.

Publicado el 12-4-2015.