Los códigos de tiempo y espacio que suelen regir las narraciones teatrales están ausentes en Surmenage, obra musical alusiva al nunca ordenado corpus de recuerdos, miedos y fantasías que a diario nos atraviesa. La puesta, accesible los sábados a las 23 en Patio de Actores, se concreta en las ajustadas interpretaciones de un noneto de actores-músicos liderados por la talentosa Millie Almeida.
El teatro musical en el circuito alternativo de Buenos Aires nos sigue ofreciendo múltiples propuestas de calidad indiscutible, aunque no siempre caracterizadas por la originalidad que Milagros Almeida et Les manontroppo, dirigidos por Fer Tur, le imprimen a Surmenage, obra recientemente seleccionada para el próximo Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA) y nominada a los premios ACE 2015 como mejor musical.
¿Un recital teatralizado? ¿Un espectáculo musical?
¿Acaso importa precisar el género de pertenencia? Al fin y al cabo no importa ni el nombre de esa diva oculta en su manta blanca, ni su pasado (del cual tenemos escuetos fragmentos) ni la de sus partenaires ¿reales o imaginarios? Importa lo que imagina, aunque tampoco es relevante si lo inventa, lo sueña o lo recuerda.
Porque Surmenage se asemeja a miles de capas de memoria diferenciadas por una mayor o menor intensidad según la magnitud de cada recuerdo (ya sea que intentemos aprehenderlo o negarlo). Lo que verdaderamente poco importa es lo que racionalmente podamos decir de Surmenage, motivo por el cual lo que esta cronista intentará hacer es transmitirle al lector algo de lo percibido durante la función del 11 de julio en Patio de Actores, con el objeto de estimular el deseo por acceder a la experiencia a la que nos arrastra maravillosamente su protagonista: Millie Almeida.
Muchos motivos podrían llevarnos a recomendar una visita a la sala de Lerma 568, en el barrio porteño de Villa Crespo. Elegimos dos: el tiempo y el modo en que director y elenco construyen el universo de cada función.
El tiempo: Surmenage instaura una temporalidad fragmentada, vivencias estalladas por algún dolor oculto o que por doloroso nos excede, por una felicidad añorada o desbordante que da cuenta de lo absurdo de nuestras acciones si las libramos de la censura social. Eliminada la causalidad, la estructura clásica (inicio, desarrollo y desenlace), las continuidades, la acumulación, el clímax y la referencia; quedan la presencia y el transcurrir, la superposición, la reiteración, los hiatos. El tiempo es pura subjetividad. Por eso su desorden, pero es justamente ese aparente caos el que permite la emergencia con gran fuerza y belleza de un relato de aires líricos, de bolero, de jazz. Un viaje que recorre hermosas composiciones, casi en su totalidad originales y pertenecientes a la protagonista, con excepción de Allez allez, It´s oh so quiet y Sur la mer (esta última co-autoría de Almeida, Prieto y Mekler). El espectáculo se vuelve sencillo y único en la performance talentosa de Millie Almeida, acompañada de manera sólida por Yanina Ferraro, Andrea Mango, Maia Prieto, Hernán Sánchez, Gonzalo Álvarez, Rifle Penney, Omar Possemato y Matías Zawadzki, extraños y precisos compañeros que aportan una ajustada interpretación en vivo, tanto vocal como instrumental.
La diva parece extraviada y es en su aparente desvarío que nos lleva a abandonarnos junto a ella, sin marcos ni límites, el tiempo se vuelve bella voz y las canciones, situaciones que se suceden sin justificación racional. Hasta la aparente tristeza deviene alegría en ese espacio inmenso pero íntimo que recrea el director ingeniosamente con la acertada colaboración, en el diseño de iluminación, de Julieta Carrilo. Esta última mención, vale también, para introducirnos en el modo en que se concreta un mundo puramente digresivo, que pareciera mirarse a sí mismo de tal modo que no es posible distinguir el inicio del final. La utilización del espacio es funcional a los vaivenes mentales de la protagonista, pues la puesta en escena rompe con el punto de vista central y el plano unidireccional, generando así la sensación de inestabilidad acorde a la propuesta. Una lámpara y un sillón son refuncionalizados constantemente, el espacio escénico es utilizado en su totalidad, no sólo a través los diversos desplazamientos sino que las entradas y salidas de los intérpretes y los múltiples frentes adoptados evidencian la ausencia de límites ya mencionada. Almeida no está en un no lugar porque lo diga, sino que ese espacio que la contiene y del que no tenemos concreta determinación es irreal e inaprensible a nuestros sentidos por el modo en que se lo presenta y se lo utiliza. La circularidad predomina no sólo en las entradas y salidas de escena sino que se evidencia en la desarticulación del relato, ubicándonos en una especie de camino en forma de laberinto hacia ¿la conciencia?, ¿la memoria?, ¿el recuerdo?
La belleza de Surmenage se encuentra en la manera atrevida en que rompe con la transparencia del relato y nos obliga a ajustar constantemente la percepción pues seguimos, mal que nos pese, acostumbrados a la causa y el efecto, a la historia progresiva que aquí se diluye ante las virtudes vocales e histriónicas de la protagonista, jugando con lo más universal del ser humano: la soledad y la posibilidad de un encuentro verdadero con un otro.
Y es durante 60 minutos, aunque parezca poco, que ese encuentro verdadero se produce, entre espectador y artistas en Patio de Actores. Entonces podemos decir, al salir del teatro, que fuimos atravesados por una voz, un destello, o una pizca de algo que nos permite no ser exactamente los mismos. Entonces sí, vale aplaudir de pie, y estar más que agradecidos.
Larisa Rivarola
En la imagen, una escena de Surmenage. Foto de Sofía Ciravegna.
Publicado el 24-7-2015.